西语阅读:《一千零一夜》连载二十八(4)

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Como tuve cuidado de llevar con­migo una cantidad prodigiosa de co­cos, no deje de cambiarlos por mos­taza y canela a mi llegada a diversas islas; y después vendí la mostaza y la canela, y con el dinero que gané me fui al Mar de las Perlas, donde con­traté buzos por mi cuenta. Fue muy grande mi suerte en la pesca de per­las pues me permitió realizar en poco tiempo una gran fortuna. Así es que no quise retrasar más mi re­greso, y después de comprar, para mi uso personal madera de áloe de la mejor calidad a los indígenas de aquel país descreído, me embarqué en un barco que se hacía a la vela para Bassra, adonde arribé felizmente después de una excelente navega­ción. Desde allí salí en seguida para Bagdad, y corrí a mi calle y a mi casa, donde me recibieron con gran­des manifestaciones de alegría mis parientes y mis amigos.

Como volvía mas rico que jamás lo había estado, no dejé de repartir en torno mío el bienestar, haciendo muchas dádivas a los necesitados. Y viví en un reposo perfecto desde el seno de la alegría y los placeres.

Pero cenad en mi casa esta noche, ¡oh mis amigos! y no faltéis mañana para escuchar el relato de mi sexto viaje, porque es verdaderamente asombroso y os hará olvidar las aven­turas que acabáis de oír, por muy extraordinarias que hayan sido.”

Luego, terminada esta historia, Sindbad el Marino, según su costum­bre, hizo que entregaran las cien monedas de oro al cargador, que con los demás comensales retiróse mara­villado, después de cenar. Y al día siguiente, después de un festín tan suntuoso como el de la víspera, Sind­bad el Marino habló en los siguien­tes términos ante la misma asisten­cia:

LA SEXTA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD

EL MARINO, QUE TRATA DEL SEXTO VIAJE

“Sabed, ¡oh todos vosotros mis amigos, mis compañeros y mis que­ridos huéspedes! que al regreso de mi quinto viaje, estaba yo un día sentado delante de mi puerta toman­do el fresco y he aquí que llegué al límite del asombro cuando vi pasar por la calle unos mercaderes que al parecer volvían de viaje. Al verlos recordé con satisfacción los días de mis retornos, la alegría que experi­mentaba al encontrar a mis parientes, amigos y antiguos compañeros, y la alegría mayor aún, de volver a ver mi país natal; y este recuerdo incitó a mi alma al viaje y al comercio. Resolví, pues, viajar; compré ricas y valiosas mercaderías a propósito para el comercio por mar, mandé cargar los fardos y partí de la ciudad de Bagdad con dirección a la de Bassra. Allí encontré una gran nave llena de mercaderes y de notables, que llevaban consigo mercancías suntuosas. Hice embarcar mis, far­dos con los suyos a bordo de aquel navío,y abandonamos en paz la ciu­dad de Bassra.

No dejamos de navegar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, vendiendo, comprando y alegrando la vista con el espectáculo de los países de los hombres, viéndonos fa­vorecidos constantemente Por una fe­liz navegación, que aprovechábamos para gozar de la vida. Pero un día entre los días, cuando nos creíamos en completa seguridad, oímos gritos de desesperación. Era nuestro capi­tán, quien los lanzaba. Al mismo tiempo le vimos tirar al suelo el tur­bante, golpearse el rostro, mesarse las barbas y dejarse caer en mitad del buque, presa de un pesar incon­cebible.

Entonces todos los mercaderes y pasajeros le rodeamos, y le pregun­tamos: “¡Oh capitán! ¿qué sucede?” El capitán respondió: “Sabed, buena gente aquí reunida, que nos hemos extraviado con nuestro navío, y he­mos salido del mar en que estábamos para entrar en otro mar cuya derrota no conocemos. Y si Alah no nos depara algo que nos salve de este mar, quedaremos aniquilados cuan­tos estamos aquí. ¡Por lo tanto, hay quee suplicar a Alah el Altísimo que nos saque de este trance!”

Dicho esto, el Capitán se levantó y subió al palo mayor, y quiso arre­glar las velas; pero de pronto sopló con violencia el viento y echó al na­vio hacia atrás tan bruscamente, que se rompió el timón cuando estába­mos cerca de una alta montaña. En­tonces el capitán bajó del palo, y exclamó: “¡No hay fuerza ni recur­so más que en Alah el Altísimo y Todopoderoso! ¡Nadie puede dete­ner al Destino! ¡Por Alah! ¡Hemos caído en una perdición espantosa, sin ninguna probabilidad de salvar­nos!”

Al oír tales palabras, todos los pasajeros se echaron llorar por pro­pio impulso, y despidiéndose unos de otros, antes de que se acabase su existencia y se perdiera toda esperan­za. Y de pronto el navío se inclinó hacia la montaña, y se estrelló y se dispersó en tablas por todas partes. Y cuantos estaban dentro se sumer­gieron. Y los mercaderes cayeron al mar. Y unos se ahogaron y otros se agarraron a la montaña consabida y pudieron salvarse. Yo fui uno de los que pudieron agarrarse a la montaña.

Estaba tal montaña situada en una isla muy grande, cuyas costas apare­cían cubiertas por restos de buques naufragados y de toda clase de re­siduos. En el sitio en que tomamos tierra, vimos a nuestro alrededor una cantidad prodigiosa de fardos, y mer­cancías, y objetos valiosos de todas clases, arrojados por el mar.

Y yo empece a andar, por en me­dio: de aquellas cosas dispersas, y a los pocos pasos llegué a un riachuelo de agua dulce que, al revés de todos los demás ríos que van a desaguar en el mar, salía de la montaña y se alejaba del mar, para internarse más adelante en una gruta situada al pie de aquella montaña y desaparecer por ella.


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