Cuando el anciano me vio en aquel estado inusitado y advirtió que mis fuerzas se multiplicaban hasta el extremo de conducirle sin fatiga, me ordenó por señas que le diese la calabaza. Me contrarió bastante la petición; pero le tenía tanto miedo, que no me atreví a negarme; me apresuré, pues, a darle la calabaza de muy mala gana. La tomó en sus manos, la llevó a sus labios, saboreó prímero el líquido para saber a qué atenerse, y como lo encontró agradable, se lo bebió, vaciando la calabaza hasta la última gota y arrojándola después lejos de sí.
En seguida se hizo en su cerebro el efecto del vino; y como había bebido lo suficiente para embriagarse, no tardó en bailar a su manera en un pnricipio, zarandeándose sobre mis hombros, para aplomarse luego con todos los músculos relajados, venciéndose a derecha y a izquierda y sosteniéndose sólo lo preciso para no caerse.
Entonces yo, al sentir que no me oprimía como de costumbre, desanudé de mi cuello sus piernas con un movimiento rápido, y por medio de una contracción de hombros le despedí a alguna distancia, haciéndole rodar por el suelo, en donde quedó sin movimiento. Salté sobre él entonces, y cogiendo de entre los árboles una piedra enorme le sacudí con ella con la cabeza diversos golpes tan certeros, que le destrocé el cráneo, y mezclé su sangre a su carne. ¡Murió! ¡Ojalá no haya tenido Alah nunca compasión de su alma!...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGó LA 308 NOCHE
Ella dijo:
... ¡Ojalá no haya tenido Alah nunca compasión de su alma!
A la vista de su cadáver, me sentí el alma todavía más aligerada que el cuerpo, y me puse a correr de alegría, y así llegué a la playa, al mismo sitio donde me arrojó el mar cuando el naufragio de mi navío. Quiso el Destino que precisamente en aquel momento se encontrasen allí unos marineros que desembarcaron de un navío anclado para buscar agua y frutas. Al verme, llegaron al limite del asombro, y me rodearon y me interrogaron después de mutuas zalemas. Y les contó lo que acababa de ocurrirme, cómo había naufragado y cómo estuve reducido al estado de perpetuo animal de carga para el jeique a quien hube de matar.
Estupefactos quedaron los marineros con el relato de mi historia, y exclamaron. “¡Es prodigioso que pudieras librarte de ese jeique, conocido por todos los navegantes con el nombre de Anciano del mar! Tú eres el primero a quien no extranguló, porque siempre ha ahogado entre sus muslos a cuantos tuvo a su servicio. ¡Bendito sea Alah, que te libró de él!”
Después de lo cuál, me llevaron a su navío, donde su capitán me recibió cordialmente, Y me dio vestidos con que cubrir mi desnudez; y luego que le hube contado mi aventura, me felicitó por mi salvacion, y nos hicimos a la vela.
Tras varios días y varias noches de navegación, entramos en el puerto de una ciudad que tenía casas muy bien construidas junto al mar. Esta ciudad llamábase
Bajé a tierra acompañado por uno de los mercaderes del navío, con objeto de visitar la ciudad y procurar hacer algún negocio. El mercader con quien entablé amistad me dio un saco de algodón y me dijo: “Toma este saco, llénale de guijarros .y agrégate a los habitantes de la ciudad, que salen ahora de sus muros. Imita exactamente lo que les veas hacer. Y así ganarás, muy bien tu vida.”
Entonces hice lo que él me aconsejaba; llené de guijarros mi sacó, y cuando terminé aquel trabajo, vi salir de la ciudad a un tropel de personas, igualmente cargadas cada cual con un saco parecido al mío. Mi amigo el mercader me recomendó a ellas cariñosamente, diciéndoles: “Es un hombre pobre y extranjero. ¡Llevadle con vosotros para enseñarle a ganarse aquí la vida! ¡Si le hacéis tal servicio seréis recompensados pródigamente por el Retribuidor!” Ellos contestaron que escuchaban y obedecían, y me llevaron consigo.
Después de andar durante algún tiempo, llegamos a un gran valle, cubierto de árboles tan altos que resultaba imposible subir a ellos; y estos árboles estaban poblados por los monos, y sus ramas aparecían cargadas de frutos de corteza dura llamados cocos de Indias.
Nos detuvimos al pie de aquellos árboles, y mis compañeros dejaron en tierra sus sacos y pusiéronse a apedrear a los monos, tirándoles piedras. Y yo hice lo que ellos. Entonces, furiosos, los monos nos respondieron tirándonos desde lo alto de los árboles una cantidad enorme de cocos. Y nosotros, procurando resguardamos, recogíamos aquellos frutos y llenábamos nuestros sacos con ellos.
Una vez llenos los sacos, nos los cargamos de nuevo a hombros, y volvimos a emprender el camino de la ciudad, en la cual un mercader me compró el saco pagándome en dinero. Y de este modo continué acompañando todos los días a los recolectores de cocos y vendiendo en la ciudad aquellos frutos, y así estuve hasta que poco a poco, a fuerza de acumular lo que ganaba, adquirí una fortuna que engrosó por sí sola después de diversos cambios y compras, y me permitió embarcarme en un navio que salía para el Mar de las Perlas.