西语阅读:《一千零一夜》连载二十八(3)

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Cuando el anciano me vio en aquel estado inusitado y advirtió que mis fuerzas se multiplicaban hasta el extremo de conducirle sin fatiga, me ordenó por señas que le diese la calabaza. Me contrarió bastante la petición; pero le tenía tanto miedo, que no me atreví a negarme; me apresuré, pues, a darle la calabaza de muy mala gana. La tomó en sus ma­nos, la llevó a sus labios, saboreó prímero el líquido para saber a qué atenerse, y como lo encontró agra­dable, se lo bebió, vaciando la ca­labaza hasta la última gota y arro­jándola después lejos de sí.

En seguida se hizo en su cerebro el efecto del vino; y como había be­bido lo suficiente para embriagarse, no tardó en bailar a su manera en un pnricipio, zarandeándose sobre mis hombros, para aplomarse luego con todos los músculos relajados, venciéndose a derecha y a izquierda y sosteniéndose sólo lo preciso para no caerse.

Entonces yo, al sentir que no me oprimía como de costumbre, desanu­dé de mi cuello sus piernas con un movimiento rápido, y por medio de una contracción de hombros le des­pedí a alguna distancia, haciéndole rodar por el suelo, en donde quedó sin movimiento. Salté sobre él en­tonces, y cogiendo de entre los ár­boles una piedra enorme le sacudí con ella con la cabeza diversos golpes tan certeros, que le destrocé el crá­neo, y mezclé su sangre a su carne. ¡Murió! ¡Ojalá no haya tenido Alah nunca compasión de su alma!...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGó LA 308 NOCHE

Ella dijo:

... ¡Ojalá no haya tenido Alah nunca compasión de su alma!

A la vista de su cadáver, me sentí el alma todavía más aligerada que el cuerpo, y me puse a correr de alegría, y así llegué a la playa, al mismo sitio donde me arrojó el mar cuando el naufragio de mi navío. Quiso el Destino que precisamente en aquel momento se encontrasen allí unos marineros que desembar­caron de un navío anclado para bus­car agua y frutas. Al verme, llegaron al limite del asombro, y me rodearon y me interrogaron después de mutuas zalemas. Y les contó lo que acababa de ocurrirme, cómo había naufraga­do y cómo estuve reducido al estado de perpetuo animal de carga para el jeique a quien hube de matar.

Estupefactos quedaron los marineros con el relato de mi historia, y exclamaron. “¡Es prodigioso que pu­dieras librarte de ese jeique, conoci­do por todos los navegantes con el nombre de Anciano del mar! Tú eres el primero a quien no extranguló, porque siempre ha ahogado entre sus muslos a cuantos tuvo a su servicio. ¡Bendito sea Alah, que te libró de él!”

Después de lo cuál, me llevaron a su navío, donde su capitán me reci­bió cordialmente, Y me dio vestidos con que cubrir mi desnudez; y lue­go que le hube contado mi aventura, me felicitó por mi salvacion, y nos hicimos a la vela.

Tras varios días y varias noches de navegación, entramos en el puer­to de una ciudad que tenía casas muy bien construidas junto al mar. Esta ciudad llamábase la Ciudad de los Monos, a causa de la cantidad prodi­giosa de monos que habitaban en los árboles de las inmediaciones.

Bajé a tierra acompañado por uno de los mercaderes del navío, con objeto de visitar la ciudad y procu­rar hacer algún negocio. El merca­der con quien entablé amistad me dio un saco de algodón y me dijo: “Toma este saco, llénale de guijarros .y agrégate a los habitantes de la ciudad, que salen ahora de sus muros. Imita exactamente lo que les veas hacer. Y así ganarás, muy bien tu vida.”

Entonces hice lo que él me aconsejaba; llené de guijarros mi sacó, y cuando terminé aquel trabajo, vi salir de la ciudad a un tropel de per­sonas, igualmente cargadas cada cual con un saco parecido al mío. Mi amigo el mercader me recomendó a ellas cariñosamente, diciéndoles: “Es un hombre pobre y extranjero. ¡Lle­vadle con vosotros para enseñarle a ganarse aquí la vida! ¡Si le hacéis tal servicio seréis recompensados pródigamente por el Retribuidor!” Ellos contestaron que escuchaban y obedecían, y me llevaron consigo.

Después de andar durante algún tiempo, llegamos a un gran valle, cu­bierto de árboles tan altos que resul­taba imposible subir a ellos; y estos árboles estaban poblados por los monos, y sus ramas aparecían cargadas de frutos de corteza dura llamados cocos de Indias.

Nos detuvimos al pie de aquellos árboles, y mis compañeros dejaron en tierra sus sacos y pusiéronse a apedrear a los monos, tirándoles pie­dras. Y yo hice lo que ellos. Enton­ces, furiosos, los monos nos respon­dieron tirándonos desde lo alto de los árboles una cantidad enorme de cocos. Y nosotros, procurando res­guardamos, recogíamos aquellos fru­tos y llenábamos nuestros sacos con ellos.

Una vez llenos los sacos, nos los cargamos de nuevo a hombros, y vol­vimos a emprender el camino de la ciudad, en la cual un mercader me compró el saco pagándome en di­nero. Y de este modo continué acompañando todos los días a los recolec­tores de cocos y vendiendo en la ciu­dad aquellos frutos, y así estuve has­ta que poco a poco, a fuerza de acu­mular lo que ganaba, adquirí una fortuna que engrosó por sí sola des­pués de diversos cambios y compras, y me permitió embarcarme en un navio que salía para el Mar de las Perlas.


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