¡Amigo, apártate de los lugares en que reina la opresión, y deja que resuene la morada con los gritos de duelo de quienes la construyeron.
¡Encontrarás tierra distinta de tu tierra; pero tu alma es una sola y no encontrarás otra!
¡Y no te aflijas ante los accidentes de las noches, pues por muy grandes que sean las desgracias, siempre tienen un término!
¡Y sabe que aquel cuya muerte fue decretada de antemano en una tierra, no podrá morir en otra!
¡Y en tu desgracia no envíes mensajes a ningún consejero; ningún, consejero mejor que el alma propia!
La balsa fue, pues, arrastrada por la corriente bajo la bóveda de la gruta, donde empezó a rozar con aspereza contra las paredes, y también mi cabeza recibió varios choques mientras que yo, espantado por la obscuridad completa en que me vi de pronto, quería ya volver a la playa. Pero no podía retroceder; la fuerte corriente me arrastraba cada vez más adentro, y el cauce del río tan pronto se estrechaba como se ensanchaba, en tanto que iban haciéndose más densas las tinieblas a mi alrededor, cansándome muchísimo. Entonces, soltando los remos que por cierto no me servían para gran cosa, me tumbó boca abajo en la balsa con objeto de no romperme el cráneo contra la bóveda, y no se cómo fui insensibilizándome en un profundo sueño.
Debió éste durar un año o más, a juzgar por la pena que lo originó. El caso es que al despertarme me encontré en plena claridad. Abrí más los ojos y me encontró tendido en la hierba de una vasta campiña, y mi balsa estaba amarrada junto a un río; y alrededor de mí había indios y abisinios.
Cuando me vieron ya, despierto aquellos hombres, se pusieron a hablarme, pero no entendí nada de su idioma y no les pude contestar. Empezaba a creer que era un sueño todo aquello, cuando advertí que hacia mí avanzaba un hombre que me dijo en árabe: “¡La paz contigo, ¡oh hermano nuestro! ¿Quién eres, de dónde vienes y qué motivo te trajo a este país? Nosotros somos labradores que venimos aquí a regar nuestros campos y plantaciones. Vimos la balsa en que te dormiste y la hemos sujetado y amarrado a lo orilla. Después nos aguardamos a que despertaras tú solo, para no asustarte. ¡Cuéntanos ahora qué aventura te condujo a este lugar!” Pero yo contesté: “¡Por Alah sobre ti, ¡oh señor! dame primeramente de comer, porque tengo hambre, y pregúntame luego cuanto gustes!”
Al oír estas palabras, el hombre se apresuró a traerme alimento y comí hasta que me encontré harto, y tranquilo, y reanimado. Entonces comprendí que recobraba el alma, y di gracias a Alah por lo ocurrido, y me felicité de haberme librado de aquel río subterráneo. Tras de lo cual conte a quienes me rodeaban todo lo que me aconteció, desde el principio hasta el fin.
Cuando hubieron oído mi relato, quedaron maravillosamente asambrados, y conversaron entre sí, y el que hablaba árabe me explicaba lo que se decían como, también les había hecho comprender mis palabras. Tan admirados estaban, que querían llevarme junto a su rey para que oyera mis aventuras. Yo consentí inmediatamente, y me llevaron. Y no dejaron tampoco de transportar la balsa como estaba, con sus fardos de ámbar y sus sacos llenos de pedrería.
El rey, al cual le contaron quién era yo, me recibió con mucha cordialidad, y después de recíprocas zalemas me pidió que yo mismo le contase mis aventuras. Al punto obedecí, y le narré cuanto me había ocurrido, sin omitir nada. Pero no es necesario repetirlo.
Oído mi relato, el rey de aquella isla, que era la de Serendib, llegó al límite del asombro y me felicitó mucho por haber salvado la vida a pesar de tanto peligro corrido. En seguida quise demostrarle que los viajes me sirvieron de algo, y me apresuré a abrir en su presencia mis sacos y mis fardos.
Entonces el rey, que era muy inteligente en pedrería, admiró mucho mi colección, y yo, por deferencia a él, escogí un ejemplar muy hermoso de cada especie de piedra, como asi mismo perlas grandes y pedazos enteros de oro y plata, y se los ofrecí de regalo. Avínose a aceptarlos, y en cambio me colmó de consideraciones y honores, y me rogó que habitara en su propio palacio. Así lo hice, y desde aquel día llegué a ser amigo del rey y uno de los personajes principales de la isla. Y todos me hacían preguntas acerca de mi país, y yo les contestaba, y les interrogaba acerca del suyo, y me respondían. Así supe que la isla de Serendib tenía ochenta parasanges de longitud y ochenta de anchura; que poseía una montaña que era la más alta del mundo, en cuya cima había vivido nuestro padre Adán cierto tiempo; que encerraba muchas perlas y piedras preciosas, menos bellas, en realidad, que las de mis fardos, y muchos cocoteros.
Un día el rey de Serendib me interrogó acerca de los asuntos públicos de Bagdad, y del modo que tenía de gobernar el califa Harún Al-Rachid. Y yo le conté cuán equitativo y magnánimo era el califa y le hablé extensamente de sus méritos y buenas cualidades. Y el rey de Screndib se maravilló y me dijo: “¡Por Alah!' ¡Veo que el califa conoce verdaderamente la cordura y el arte de gobernar su imperio, y acabas de hacer que le tomo gran afecto! ¡De modo que desearía prepararle algún regalo digno de él, y enviárselo contigo!” Yo contestó en seguida: “¡Escucho y obedezco, ¡oh mi señor! ¡Ten la seguridad de que entregaré fielmente tu regalo al califa, que llegará al límite del encanto! ¡Y al mismo tiempo le diré cuán excelente amigo suyo eres, y que puede contar con tu alianza!”
Oídas estas palabras, el rey de Serendib dio algunas órdenes a sus chambelanes, que se apresuraron a obedecer. Y he aquí en qué consistía el regalo que me dieron para el califa Harún Al-Rachid. Primeramente había una gran vasija tallada en un solo rubí de color admirable, que tenía medio pie de altura y un dedo de espesor. Esta vasija, en forma de copa, estaba completamente llena de perlas redondas y blancas, como una avellana cada una. Además, había un alfombra hecha con una enorme piel de serpiente, con escamas grandes como un dínar de oro, que tenía la virtud de curar todas las enfermedades a quienes se acostaban en ella. En tercer lugar había doscientos granos de alcanfor exquisito, cada cual del tamaño de un alfónsigo. En cuarto lugar había dos colmillos de elefante, de doce codos de largo cada uno, y dos de ancho en la base. Y por último había una hermosa joven de Serendib, cubierta de pedrerías.