西语阅读:《一千零一夜》连载二十九(4)

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Cuando oí estas palabras del an­cíano, bajé la cabeza en silencio y permanecí sin decir palabra. Entón­ces añadió: “¡Créeme, ¡oh hijo mío! que si me otorgas lo que te pido te atraerá la bendición! ¡Añadiré, para tranquilizar tu alma, que después de mi muerte podrás regresar a tu tie­rra, llevándote a tu esposa e hija mía! ¡No te exijo sino que perma­nezcas aquí el tiempo que me quede de vida!” Entonces contesté: “¡Por Alah, mi tío el jeique, eres como un padre para mi, y ante ti no puedo tener opinión ni tomar otra resolu­ción que la que te convenga! Porque cada vez que en mi vida quise eje­cutar un proyecto, no hube de sacar más que desgracias y decepciones. ¡Estoy, pues, dispuesto a conformar­me con tu voluntad!”

En seguida el anciano, extremada­mente contento con mi respuesta, mandó a sus esclavos que fueran a buscar al kadí y a los testigos, que no tardaron en llegar..

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 314 NOCHE

Ella dijo:

... al kadi y a los testigos, que no tardaron en llegar. Y el anciano me casó con su hija, y nos dio un festín enorme, y celebró una boda esplén­dida. Después me llamó y me llevó junto a su hija, a la cual aun no ha­bía yo visto. Y la encontró perfecta en hermosura y gentileza, en esbeltez de cintura y en proporciones. Además, la vi adornada con suntuosas alhajas, sedas y brocados, joyas y pedrerías, y lo que llevaba encima valía millares y millares de monedas de oro, cuyo importe exacto nadie había podido calcular.

Y cuando la tuve cerca, me gustó. Y nos enarnorarnos uno de otro. Y vivimos mucho tiempo juntos, en el colmo de las caricias y la felicidad.

El anciano padre de mi esposa fa­lleció al poco tiempo en la paz y misericordia del Altísimo. Le hicimos unos grandes funerales y lo enterra­mos. Y yo tomé posesión de todos sus bienes, y sus esclavos y servi­dores fueron mis esclavos y servido­res, bajo mi única autoridad. Ade­más, los mercaderes de la ciudad me nombraron su jefe en lugar del di­funto, y pude estudiar las costum­bres de los habitantes de aquella po­blación y su manera de vivir.

En efecto, un día noté con estu­pefacción que la gente de aquella ciudad experimentaba un cambio anuál en primavera; de un día a otro mudaban de forma y aspecto: les brotaban alas de los hombros, y se convertían en volátiles. Podían volar entonces hasta lo más alto de la bo­veda aérea, y se aprovechaban de su nuevo estado para volar todos fuera de la ciudad, dejando en ésta a los niños y mujeres, a quienes nun­ca brotaban alas.

Este descubrimiento me asombró al principio; pero acabé por acostum­brarme a tales cambios periódicos. Sin embargo, llegó un día en que empecé, a avergonzarme de ser el único hombre sin alas, viéndome obligado a guardar yo solo la ciudad con las mujeres y los niños. Y por mucho que pregunté a los habitantes sobre el medio de que habría de valerme para que me saliesen alas en los hombros, nadie pudo ni quiso contestarme. Y me mortificó bastan­te no ser más que Sindbad el Marino y no poder añadir a mi sobrenombre la condición de aéreo.

Un día, desesperado de conseguir nunca que me revelaran el secreto del crecimiento de las alas, me dirigí a uno, a quien había hecho muchos favores, y cogiéndole del brazo, le dije: “¡Por Alah sobre ti! Hazme el favor, por los que te he hecho yo a ti, de dejarme que me cuelgue de tu persona, y vuele contigo a través del aire. ¡Es un viaje que me tienta mucho, y quiero añadir a los que realicé por mar!” Al principio no quiso prestarme atención; pero a fuerza de súplicas acabé por moverle a accediera. Tanto me encantó aquello, que ni siquiera me cuidé de avisar a mi mujer ni a mi servidumbre, me colgué de él abrazándole por la cintura, y me llevó por el aire, volando con la alas muy desple­gadas.

Nuestra carrera por el aire empezó ascendiendo en línea recta durante un tiempo considerable. Y acabamos por llegar tan arriba en la bóveda celeste, que pude oír distintamente cantar a los ángeles y sus melodías debajo de la cúpula del cielo.

Al oír cantos tan maravillosos, lle­gué al límite de la emoción religiosa, y exclamé “¡Loor a Alah en lo pro­fundo del cielo! ¡Bendito y glorifi­cado sea por todas las criaturas!”

Apenas formulé estas palabras, cuando mi portador lanzó un jura­mento tremendo, y bruscamente, en­tre el estrépito de un trueno pre­cedido de terrible relámpago, bajó con tal rapídez que me faltaba el aire, y por poco me desmayo, sol­tándome de él con peligro de caer al abismo insondable. Y en un ins­tante llegamos a la cima de una montaña, en la cual me abandonó mi Portador dirigiéndome una mira­da infernal, y desapareció, tendien­do el vuelo por lo invisible.

Y quedé completamente solo en aquella montaña desierta, y no sabía dónde estaba, ni por dónde ir para reunirme con mi mujer, y exclamé en el colmo de la perplejidad: “¡No hay recurso ni fuerza más que en Alah el Altísimo y Omnipotente! ¡Siempre que me libro de una cala­midad caiga en otra peor! ¡En rea­lidad, merezco todo lo que me su­cede!”


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