Y precisamente en dicho momento estaba Hassán Badreddin en su tienda, ocupado en confeccionar el nusmo plato delicioso de la otra vez: granos de granada con almendras, azúcar y perfumes en su punto. Y entonces, Agib pudo observar al pastelero, y ver en su frente la cicatriz de la pedrada con que le había herido. Y se le enterneció más, el corazón, y le dijo. “¡Oh pastelero, la paz sea contigo! El interés que me inspiras me hace venir a saber de tí. ¿No me recuerdas?” Y apenas lo vio Hassán, se le conmovieron las entrañas, le palpitó el corazón desordenadamente, abatió la cabeza hacia el suelo, y su lengua, pegada al paladar, le impedía decir palabra. Por fin hubo de levantar la vista hacia el muchacho, y sumisa y humildemente recitó estas estrofas:
¡Pensé reconvenir a mi amante, pero en cuanto le vi lo olvidé todo, y no pude dominar mi lengua ni mis ojos!
¡He callado y bajé los ojos ante su apostura imponente y altiva, y quise disimular lo que sentía, pero no lo pude conseguir!
¡He aquí cómo, después de haber escrito pliegos y pliegos de reconvenciones, al hallarle ante mí iré, fue imposible leer ni una palabra!
