Se apresuró entonces a regresar a su casa, a la cual fui a buscarle, y le cuidé con los remedios que sé extraer de las plantas. Y al cabo de algún tiempo, curado ya completamente mi hermano, resolvió vengarse de la vieja y de sus cómplices por los tormentos que le habían causado. Se puso a buscar a la vieja, siguió sus pasos, y se enteró bien del sitio a que solía acudir diariamente para atraer a los jóvenes que habían de satisfacer a su ama y convertirse después en lo que se convertían. Y un día se disfrazó de persa, se ciñó un cinto muy abultado, escondió un alfanje bajo su holgado ropón, y fue a esperar la llegada de la vieja, que no tardó en aparecer. En seguida se aproximó a ella, y fingiendo hablar mal nuestro idioma remedó el lenguaje bárbaro de los persas. Dijo: “¡Oh buena madre! soy forastero, y quisiera saber dónde podría pesar y reconocer unos novecientos dinares de oro que llevo en el cinturón, y que acabo de cobrar por la venta de unas mercaderías que traje de mi tierra.” Y la maldita vieja de mal agüero le respondió: “¡Oh, no podías haber llegado más a tiempo! Mi hijo, que es un joven tan hermoso como tú, ejerce el oficio de cambista, y te prestará el pesillo que buscas. Ven conmigo, y te llevaré a su casa.” Y él contestó: '“Pues ve delante.” Y ella fue delante y él detrás, hasta que llegaron a la casa consabida. Y les abrió la misma esclava griega de agradable sonrisa, a la cual dijo la vieja en voz baja: “Esta vez le traigo a la señora músculos sólidos.”
Y la esclava cogió a El-Aschar de la mano, y le llevó a la sala de las sedas, y estuvo con él entreteniéndole algunos momentos; después avisó a su ama, que llegó e hizo con mi hermano lo mismo, que la primera vez. Pero sería ocioso repetirlo. Después se retiró, y de pronto apareció el negro terrible, con el alfanje desenvainado en la mano, y gritó a mi hermano que se levantara y lo siguiese. Y entonces, mi hermano, que iba detrás del negro, sacó de pronto el alfanje de debajo del ropón, y del primer tajo le cortó la cabeza.
Al ruido de la caída acudió la negra, que sufrió la misma suerte; después la esclava griega, que al primer sablazo quedó también descabezada. Inmediatamente le tocó a la vieja, que llegó corriendo para echar mano al botín. Y al ver a mi hermano con el brazo cubierto de sangre y el acero en la mano, se cayó espantada en tierra, y El-Aschar la agarró del pelo y le dijo: ¿No me conoces, vieja zorra, podrida entre las podridas?” Y respondió la vieja: “¡Oh mi señor, no te conozco!”; Pero mi hermano dijo: “Pues sabe, que soy aquél en cuya casa fuiste a hacer las abluciones.” Y al decir esto, mi hermano partió en dos mitades a la vieja de un solo sablazo. Después fue a buscar a la joven.
No tardó en encontrarla, ocupada en componerse y perfumarse en un aposento retirado. Y cuando la joven le vio cubierto de sangre, dio un grito de terror, y se arrojó a sus pies, rogándole que le perdonase la vida. Y mi hermano, recordando los placeres compartidos con ella, le otorgó generosamente la vida, y le preguntó: “¿Y cómo es que estás en esta casa, bajo el dominio de ese negro horrible a quien he matado con mis manos?” La joven respondió: “¡Oh dueño mio! antes de estar encerrada en esta maldita casa, era yo propiedad de un rico mercader de la población, y esta vieja solía venir a verme y nos manifestaba mucha amistad. Un día entre los días fue a su casa y me dijo: “Me han invitado a una gran boda, pues no habrá en el mundo otra parecida. Y vengo a llevarte conmigo.” Yo le contesté: “Escucho y obedezco.” Me puse mis mejores ropas, cogí un bolsillo con cien dinares y salí con la vieja. Llegamos a esta casa, en la cual me introdujo con su astucia, y caí en manos de ese negro atroz, que me sujetó aquí a la fuerza y me utilizó para sus criminales designios, a costa de la vida de los jóvenes que la vieja le proporcionaba. Y así he pasado tres años entre las manos de esa vieja maldita.” Entonces mi hermano dijo: “Pero llevando aquí tanto tiempo, debes saber si esos criminales han amontonado riquezas.” Y ella contestó: “Hay tantas, que dudo mucho que tú solo pudieras llevártelas. Ven a verlo tú mismo.”
Y se llevó a mis hermano, y le enseñó grandes cofres llenos de monedas de todos los países y de bolsillos de todas las formas. Y mi hermano se quedó deslumbrado y atónito. Ella entonces le dijo: “No es así como podrás llevarte este oro. Ve a buscar unos mandaderos y tráelos para que carguen con él. Mientras tanto, yo prepararé los fardos.”