Entonces Sindbad el Marino mandó poner el mantel para sus convidados, y les dio un festín que duró treinta noches. Y después quiso tener a su lado, como mayordomo de su casa a Sindbad el Cargador. Y ambos vivieron en amistad perfecta y en el limite de la satisfacción, hasta que fue a visitarlos aquella que hace desvanecerse las delicias, rompe las amistades, destruye los palacios y levanta las tumbas, la amarga muerte. ¡Gloria al Eterno, que no muere jamás.
Cuando Schahrazada, la hija del visir, acabó de contar la historia de Sindbad el Marino, sintióse un tanto fatigada, y como veía acercarse la mañana y no quería, por su discreción habitual, abusar del permiso concedido, se calló sonriendo.
Entonces la pequeña Doniazada, que maravillada y con los ojos muy abiertos había oído la historia pasmosa, se levantó de la alfombra en que estaba acurrucada, y corrió a abrazar a su hermana, diciéndole: “¡Oh, Schahrazada, hermana mía! ¡cuán suaves, y puras, y gratas, y deliciosas para el paladar, y cuán sabrosas en su frescura, son tus palabras! ¡Y qué terrible, y prodigioso, y temerario era Sindbad el Marino! Y Schahrazada sonrió y dijo:
“No creas, ¡oh rey afortunado! que todas las historias que has oído hasta ahora pueden valer de cerca ni de lejos lo que
Entonces el rey Schahriar dijo para sí: “No la mataré hasta después!” Y la pequeña Doniazada exclamó: “¡Oh qué amabla serías, Schahrazada, si entretanto nos dijeras las primeras palabras!”
Entonces Schabrazada sonrió y dijo: “Cuentan que había un rey ¡Alah sólo es rey! en la ciudad, de...
En este momento de su narración Schahrazada vio aparecer la mañana y se calló discreta.
Por la mañana salió el rey y se fue a la sala de justicia. Y el diván se llenó con la muchedumbre de visires, emires, chambelanes, guardias y gente de palacio. Y el último que entró fue el gran visir, padre de Schahrazada, que llevaba debajo del brazo el sudario destinado a su hija, a la cual creía aquella vez muerta de veras; pero el rey no le dijo nada del asunto, y siguió juzgando y nombrando para los empleos, y destituyendo gobernando, y despachando los asuntos pendientes hasta terminar el día. Luego se levantó el diván y el rey volvió a palacio, mientras el gran visir seguía perplejo y en el límite extremo del asombro,
CUANDO LLEGÓ LA 339 NOCHE
El rey penetró en la habitación de Schahrazada, y la pequeña Doniazada exclamó desde el lugar en que estaba acurrucada:
“¡Te ruego hermana, me digas a qué esperas para empezar la historia prometida!”
Y contestó Schahrazada sonriendo: “¡No espero más que la venia de este rey bien educado y dotado de buenos modales!” Entonces contestó el rey Schahriar: “¡Concedida!”
Y dijo Schahrazada:
HISTORIA PRODIGIOSA DE
“Cuentan que en el trono de los califas Omniadas, en Damasco, se sentó un rey -¡sólo Alah es rey!- que se llamaba Abdalmalek ben-Merwán. Le gustaba departir a menudo con los sabios de su reino acerca de nuestro señor Soleimán ben Daúd (¡con él la plegaria y la paz!), de sus virtudes, de su influencia y de su poder ilimitado sobre las tierras de las soledades, los efrits que pueblan el aire y los genios marítimos y subterráneos.
Un día en que el califa, oyendo hablar de ciertos vasos de cobre antiguo cuyo contenido era una extraña humareda negra de formas diabólicas, asombrábase en extremo y parecía poner en duda la realidad de hechos tan verídicos, hubo de levantarse entre los circunstantes el famoso viajero Taleb ben-Sehl, quien confirmó el relato que acababan de escuchar y añadió: “En efecto, ¡oh Emir de los Creyentes! esos vasos de cobre no son otros que aquellos donde se encerraron, en tiempos antiguos a los genios que rebeláronse ante las órdenes de Soleirnán, vasos arrojados al fondo del mar mugiente, en los confines de Moghreb, en el Africa occidental, tras de sellarlos con el sello temible. Y el humo que se escapa de ellos es simplemente el alma condensada de los efrits, los cuales no por eso dejan de tomar su aspecto formidable si llegan a salir al aire libre.”
Al oír talas palabras, aumentaron considerablemente la curiosidad y el asombro del califa Abdalmalek, que dijo a Taleb ben-Sehl: “¡Oh Taleb, tengo muchas ganas de ver uno de esos vasos de cobre que encierran efrits convertidos en humo! ¿Crees realizable mi deseo? Si es así, pronto estoy a hacer por mí propio las investigaciones necesarias. Habla.” El otro contestó: “¡Oh Emir de los Creyentes! Aquí mismo puedes poseer uno de esos objetos, sin que sea precíso que te muevas y sin fatigas para tu persona venerada. No tienen más que enviar una carta al emir Muza, tu lugarteniente en el país de los Moghreb. Porque la montaña a cuyo pie se encuentra el mar que guarda esos vasos, está unida al Moghreb por una lengua de tierra que puede atravesarse a pie enjuto. ¡Al recibir una carta semejante, el emir Muza no dejará de ejecutar las órdenes de nuestro amo el califa!”.
