Al día siguiente salió de su palacio el sultán para ir, según costumbre, a llorar por su hija en el paraje donde no creía encontrar más que las zanjas de los cimientos. Y muy entristecido y dolorido, echó una ojeada por aquel lado, y se quedó estupefacto al ver ocupado de nuevo el sitio del meidán por el palacio magnífico, y no vacío, como él se imaginaba, Y en un principio creyó que sería efecto de la niebla o de algún ensueño de su espíritu inquieto, y se frotó los ojos varias veces. Pero como la visión subsistía siempre, ya no pudo dudar de su realidad, y sin preocuparse de su dignidad de sultán echó a correr agitando los brazos y lanzando gritos de alegría, y atropellando a guardias y porteras subió la escalera de alabastro sin tomar aliento, no obstante su edad, y entró en la sala de la bóveda de cristal con noventa y nueve ventanas, en la cual precisamente esperaban su llegada, sonriendo, Aladino y Badrú’l-Budur. Y al verle se levantaron ambos y corrieron a su encuentro. Y besó él a su hija, derramando lágrimas de alegría y en el límite de la ternura; y ella también.
Y. cuando pudo abrir la boca y articular una palabra, dijo: “¡Oh hija mía! ¡veo con asombro que no se te ha demudado el rostro ni se te ha puesto la tez más amarilla, a pesar de todo lo sucedido desde el día en que te vi por última vez! ¡Sin embargo, ¡oh hija de mi corazón! debes haber sufrido mucho, y no habrás visto sin alarmas y terribles angustias cómo te transportaban de un sitio a otro con todo el palacio! ¡Porque, nada más que con pensarlo, yo mismo me siento invadido por el temblor y el espanto! ¡Daté prisa, pues, ¡oh hija mía! a explicarme el motivo de tan escaso cambio en tu fisonomía, y a contarme, sin ocultarme nada, cuanto te ha ocurrido desde el comienzo hasta el fin!” Y Badrú'l-Budur contestó: “¡Oh padre mío! has de saber que si se me ha demudado tan poco el rostro es porque ya he ganado lo que había perdido con mi alejamiento de ti y de mi esposo Aladino. Pues la alegría de volver a entre a ambos me devuelve mi frescura y mi color de antes. Pero he sufrido y he llorado mucho, tanto por verme arrebatada a tu afecto y al de mi esposo bienamado, como por haber caído en poder de un maldito mago maghrebín que es el causante de todo lo que ha sucedido, y que me decía cosas desagradables y quería seducirme después de raptarme. ¡Pero todo fue por culpa de mi atolondramiento, que me impulsó a ceder a otro lo que no me pertenecía!” Y en seguida contó a su padre toda la historia con los menores detalles, sin olvidar nada. Pero no hay ninguna utilidad en repetirla. Y cuando acabó de hablar, Aladino, que no había abierto la boca hasta entonces, se encaró con el sultán, estupefacto hasta el límite de la estupefacción, y le mostró, detrás de una cortina, el cuerpo inerte del mago, que tenía la cara toda negra por efecto de la violencia del bang, y le dijo: “¡He aquí al impostor, causante de nuestra pasada desdicha y de mi caída en desgracia! ¡Pero Alah le ha castigado!”
Al ver aquello, el sultán, enteramente convencido de la inocencia de Aladino, le besó muy tiernamente, oprimiéndole contra su pecho, y le dijo: “¡Oh hijo mío Aladino! ¡no me censures con exceso por mi conducta para contigo, y perdóname los malos tratos que te infligí! ¡Porque merece alguna excusa el afecto que experimento por mi hija única Badrú’l-Budur, y bien sabes que el corazón de un padre está lleno de ternura, y que hubiese preferido yo perder todo mi reino antes que un cabello de la cabeza de mi hija bienamada!” Y Contestó Aladino: “Verdaderamente, tienes excusa, ¡oh padre de Badrú'l-Budur! porque sólo el afecto que sientes por tu hija, a la cual creías perdida por mi culpa, te hizo usar conmigo procedimientos enérgicos. Y no tengo derecho a reprocharte de ninguna manera. Porque a mí me correspondía prevenir las asechanzas pérfidas de ese infame mago y tomar precauciones contra él. ¡Y no te darás cuenta bien de toda su malicia hasta que, cuando tenga tiempo, te relate yo la historia de cuanto me ocurrió con él!” Y el sultán besó a Aladino una vez más, y le dijo: “En verdad ¡oh Aladino! que es absolutamente preciso que busques ocasión de contarme todo eso. ¡Pero aun es más urgente desembarazarme ya del espectáculo de ese cuerpo maldito que yace inanimado a nuestros pies, y regocijarnos juntos de tu triunfo!” Y Aladino dio orden a sus efrits jóvenes de que se levaran el cuerpo del maghrebín y lo quemaran en medio de la plaza del meidán sobre un montón de estiércol y echaran las cenizas en el hoyo de la basura. Lo cual se ejecutó puntualmente en presencia de toda la ciudad reunida, que se alegraba de aquel castigo merecido y de la vuelta del emir Aladino a la gracia del sultán.
Tras de lo cual, por medio de los pregoneros, qué iban seguidos por tañedores de clarines, de timbales y de tambores, el sultán hizo anunciar que daba libertad a los presos en señal de regocijo público; y mandó repartir muchas limosnas a los pobres y a los menesterosos. .Y por la noche hizo iluminar toda la ciudad, así como su palacio y el de Aladino y Badrú’l-Budur: Y así fue cómo Aladino, merced a la bendición que llevaba consigo, escapó por segunda vez a un peligro de muerte. Y aquella misma bendición debía aun salvarle por tercera vez, como vais a saber, ¡oh oyentes míos!
En efecto, hacía ya algunos meses que Aladino estaba de regreso y llevaba con su esposa una vida feliz bajo la mirada enternecida y vigilante de su madre, que entonces era una dama venerable de aspecto imponente, aunque desprovista de orgullo y de arrogancia, cuando la esposa del joven entró un día, con rostro un poco triste y dolorido, en la sala de la bóveda de cristal, donde él estaba casi siempre para disfrutar la vista de los jardines, y se le acercó, y le dijo: “¡Oh mi señor Aladino! Alah, que nos ha colmado con sus favores a ambos, hasta el presente me ha negado el consuela de tener un hijo. Porque ya hace bastante tiempo que estamos casados y no siento fecundadas por la vida mis entrañas: ¡Vengo, pues, a suplicarte que me permitas mandar venir al palacio a una santa vieja llamada Fatmah que ha llegado a nuestra ciudad hace unos días, y a quien todo el mundo venera por las curaciones y alivios que proporciona y por la fecundidad que otorga a las mujeres sólo con la imposición de sus manos...
