Averigüé a los pocos días que mis tíos estaban preparando un viaje a Egipto, y rogué con tanto ardor a mi padre, y tanto laboré para que me dejase ir con ellos, que me lo permitió y hasta me compró mercaderías muy estimables. Y encargó a mis tíos que no me llevasen con ellos a Egipto, sino que me dejasen en Damasco, donde debía yo ganar dinero con los géneros que llevaba. Me despedí de mi padre, me junté con mis tíos, y salimos de Mossul.
Así viajamos hasta. Alepo, donde nos detuvimos algunos días, y desde allí reanudamos el viaje hacia Damasco, adonde no tardamos en llegar:
Y vimos que Damasco es una hermosa ciudad, entre jardines, arroyos, árboles, frutas y pájaros. Nos albergamos en uno de los khanes, y mis tíos se quedaron en Damasco hasta que vendieron sus mercaderías de Móssul, comprando otras en Damasco para despacharlas en El Cairo, y vendieron también mis géneros tan ventajosamente, que cada dracma de mercadería me valió cinco dracmas de plata. Después mis tíos me dejaron sólo en Damasco y prosiguieron su viaje a Egipto.
En cuanto a mí, continué viviendo en Damasco, en donde alquilé una casa maravillosa, cuyas bellezas no puede enumerar la lengua humana. Me costaba dos dinares de oro al mes. Pero no me contenté con esto. Empecé a hacer cuantiosos gastos, satisfaciendo todos mis caprichos, sin privarme de ninguna clase de manjares ni bebidas. Y este género de vida duró hasta que hube gastado el dinero con que contaba.
Y por entonces, estando sentado un día a la puerta de mi casa para tomar el fresco, vi acercarse a mí, viniendo no sé de dónde, a una joven ricamente vestida, sobrepasando en elegancia a todo cuanto había visto en mí vida. Me levanté súbitamente y la invité a que honrase mi casa con su presencia. No hizo ningún reparo, sino que traspuso el umbral y penetró en la casa gentilmente. Cerré entonces la puerta detrás de nosotros, y lleno de júbilo la cogí en brazos y la transporté al salón. Allí se descubrió, se quitó el velo, y se me apareció en toda su hermosura. Y tan hechicera la encontré, que me sentí completamente dominado por su amor.
Salí en seguida en busca del mantel, lo cubrí con manjares suculentos y frutas exquisitas y cuanto era de mi obligación en aquellas circunstancias. Y nos pusimos a comer y a jugar, y luego a beber, y de tal manera lo hicimos, que nos emborrachamos por completo. Y la noche que pasé con ella hasta la mañana se contará entre las más benditas.
Al día siguiente creí que hacía bien las cosas ofreciéndole diez dinares de oro. Pero los rechazó y dijo que nunca aceptaría nada de mí. Después me dijo: “Y ahora, ¡oh querido mío! sabe que volveré a verte dentro de tres días, al anochecer. Aguárdame, porque no he de faltar. Y como yo misma me convido, no quiero ocasionarte gastos de modo que te voy a dar dinero para que prepares otro festín como el de hoy.” Y me entregó diez dinares de oro que me obligo a aceptar, y se despidió, llevándose tras ella toda mi alma.
Pero, como me había prometido, volvió a los tres días, más ricamente vestida que la primera vez. Por mi parte, había preparado todo lo indispensable, y en realidad no había escatimado nada. Y comimos y bebimos cómo la otra vez, hasta que brilló la mañana. Entonces me dijo: “¡Oh mi dueño amado! ¿de veras me encuentras hermosa?” Yo le contesté: “¡Por Alah! Ya lo creo.” Y ella me dijo: “Si es así, puedo pedirte permiso para traer a una muchacha más hermosa y más joven, que yo, a fin de que se divierta con nosotros y podamos reírnos y jugar juntos, pues me ha rogado que la saque conmigo, para regocijarnos y hacer locuras los tres.” Acepté de buena gana, y dándome entonces veinte dinares de oro, me encargó que no economizase nada para preparar lo necesario y recibirlas dignamente en cuanto llegasen ella y la otra joven. Después se despidió y se fue.
Al cuarto día, me dediqué, como de costumbre, a repararlo todo, con la largueza de siempre, y aún más todavía, por tener que recibir a una persona extraña. Y apenas puesto el sol, vi llegar a mi amiga acompañada por otra joven que venía envuelta en un velo muy grande. Entraron y se sentaron. Y yo, lleno de alegría; me levanté, encendí los candelabros y me puse enteramente a su disposición. Ellas se quitaron entonces sus velos, y pude contemplar a la otra joven. ¡Alah, Alah! Parecía la luna llena. Me apresuré a servirlas, y les presenté las bandejas repletas de manjares y bebidas, y empezaron a comer y beber. Y yo, entretanto, besaba a la joven desconocida, y le llenaba la copa y bebía con ella. Pero esto acabó por encender los celos de la otra, que supo disimularlos, y hasta me dijo: “¡Por Alah! ¡Cuán deliciosa es esa joven! ¿No te parece más hermosa que yo?” Y yo respondí ingenuamente: “Es verdad; razón tienes.” Y ella dijo: “Pues llévatela. Así me complaceras.” Yo respondí: “Respeto tus órdenes y las pongo sobre mi cabeza y mis ojos.” Me tendí junto a mi nueva amiga. Pero he aquí que al despertarme me encontré la mano llena de sangre, y vi que no era sueño, sino realidad. Como ya era de día claro, quise despertar a mi compañera, dormida aún, y le toqué ligeramente la cabeza. Y la cabeza se separó inmediatamente del cuerpo y cayó al suelo.
En cuanto a mi primera amiga, no había de ella ni rastro ni olor. Sin saber qué hacer, estuve una hora recapacitando, y por fin me decidí a levantarme, para abrir una huesa en aquella misma sala. Levanté las losas de mármol, empecé a cavar, e hice una hoya lo bastante grande para que cupiese el cadáver, y lo enterré inmediatamente. Cegué luego el agujero y puse las losas lo mismo que antes estaban.
Hecho esto fui a vestirme, cogí el dinero que me quedaba, salí en busca del amo de la casa, y pagándole el importe de otro año de alquiler, le dije: “Tengo que ir a Egipto, donde mis tíos me esperan.” Y me fui, precediendo mi cabeza a mis pies.