¿De qué brillante fama no gocé en mis días de gloria?
¿Cuántas capitales no retemblaron bajo el casco sonoro de mi caballo?
¿Cuántas cuidades no saqueé, entrando en ellas como el simoun destructor? ¿Cuantos imperios no destruí, impetuoso como el trueno?
¿Qué de potentados no arrastré a la zaga de mi carro?
¿Qué de leyes no dicté en el universo?
¡Y ya lo veis!
¡La embriaguez de mi triunfo pasó cual el delirio de la fiebre, sin dejar más huella que la que en la arena pueda dejar la espuma!
¡Me sorprendió la muerte sin que mi poderío rechazase, ni lograran mis cortesanos defenderme de ella!
Por tanto, viajero, escucha las, palabras que jamás mis labios pronunciaron mientras estuve vivo:
¡Conserva tu alma! ¡Goza en paz la calma de la vida, la belleza, que es calma de la vida! ¡Mañana se apoderará de ti la muerte!
Mañana responderá la tierra a quien te llame: “¡Ha muerto! ¡Y nunca mi celoso seno devolvió a los que guarda para la eternidad!”
Al oír estas palabras que traducía el jeique Abdossamad, el emir Muza y sus acompañantes no pudieron por menos de llorar. Y permanecieron largo rato en pie ante el sarcofago y los sepulcros, repitiéndose las palabras fúnebres. Luego se encaramaron a la torre, que se cerraba con una puerta de dos hojas de ébano, sobre la cual se leía esta inscripción, también grabada en caracteres jónicos realzados por pedrerías:
¡En el nombre del Eterno, del Inmutable!
¡En el nombre del Dueño de la fuerza y del poder!
¡Aprende, viajero que pasas por aqui, a no enorgullecerte de las apariencias, porque su resplandor es engañoso!
¡Aprende con mi ejemplo a no dejarte deslumbrar por ilusiones que te precipitarían en el abismo!
¡Voy a hablarte de mi poderío!
¡En mis cuadras, cuídadas por los reyes que mis armas cautivaron, tenía yo diez mil caballos generosos!
¡En mis estancias reservadas, tenía yo como concubinas mil vírgenes descendientes de sangre real y otras mil vírgenes escogidas entre aquellas cuyos senos son gloriosos, y cuya belleza hace palidecer el brillo de la luna!
¡Diéronme mis esposas una posteridad de mil príncipes reales, valientes cual leones!
¡Poseía inmensos tesoros, y bajo mi dominio se abatían los pueblos y los reyes, desde el Oriente hasta los limites extremos de Oocidente, sojuzgados por mis ejércitos invencibles!
¡Y creía eterno mi poderío, y afirmada por los siglos la duración de mi vida, cuando de pronto se hizo oir la voz que me anunciaba los irrevocables decretos del que no muere!
¡Entonces reflexioné acerca de mi destino!
¡Congregué a mis jinetes y a mis hombres de a pie, que eran millares, armados con sus lanzas y con sus espadas!
¡Y congregué a mis tributarios los reyes, y a los jefes de mi imperio, y a los jefes de mis ejércitos!
Y a presencia de todos ellos hice llevar mis arquillas y los cofres de mis tesoros, y les dije a todos:
“¡Os doy estas riquezas, estos quintales de oro y plata, si prolongáis sólo por un día mi vida sobre la tierra!”