Y he aquí que, en cuanto la madre salió para ir al zoco a comprar las provisiones necesarias, Aladino se apresuró a encerrarse en su cuarto. Y cogió la lámpara y la frotó en el sitio que sabía. Y al punto apareció el genni, quien después de inclinarse -ante él y dijo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lampara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!” Y Aladino le dijo: “Sabe ¡oh efrit! que el sultán consiente en darme a su hija, la maravillosa Badrú'l-Budur, a quien ya conoces; pero lo hace a condición de que le envíe lo más pronto posible cuarenta bandejas de oro macizo, de pura calidad, llenas hasta los bordes de frutas de pedrerías semejantes a las de la fuente de porcelana, que las cogí en los árboles del jardín que hay en el sido donde encontré la lámpara de que eres servidor. ¡Pero no es eso todo! Para llevar esas bandejas de oro, llenas de pedrerías, me pide además, cuarenta esclavas jóvenes, bellas como lunas, que han de ser conducidas por cuarenta negros jóvenes, hermosos, fuertes y vestidos con mucha magnificencia. ¡Eso es lo que, a mi vez, exijo de ti! ¡Date prisa a complacerme, en virtud del poder que tengo sobre ti como dueño de la lámpara!” Y el genni contestó: “¡Escucho y obedezco!” Y desapareció, pero para volver al cabo de un momento.
Y le acompañaban los ochenta esclavos consabidos, hombres y mujeres, a los que puso en fila en el patio, a lo largo del muro de la casa. Y cada una de las esclavas llenaba a la cabeza una bandeja de oro macizo lleno hasta el borde de perlas, diamantes, rabíes, esmeraldas, turquesas y otras mil especies de pedrerías en forma de frutas de todos colores y de todos tamaños. Y cada bandeja estaba cubierta con una gasa de seda con florones de oro en el tejido. Y verdaderamente eran las pedrerías mucho más maravillosas que las presentadas al sultán en la porcelana. Y una vez alineados contra el muro los cuarenta esclavos, el genni fue a inclinarse ante Aladino, y le preguntó: “¿Tienes todavía ¡oh mi señor! que exigir alguna cosa al servidor de la lámpara?” Y Aládino le dijo: “¡No, por el momento nada más!” Y al punto desapareció el efrit.
En aquel instante entró la madre de Aladino cargada con las provisiones que había comprado en el zoco. Y se sorprendió mucho al ver su casa invadida por tanto gente; y al pronto creyó que el sultán mandaba detener a Aladino para castigarle por la insolencia de su petición. Pero no tardó Aladino en disuadirla de ello, pues sin darla lugar a quitarse el velo del rastro, le dijo: “¡No pierdas el tiempo en levantarte el velo, ¡oh madre! porque vas a verte obligada a salir sin tardanza para acompañar al palacio a estos esclavos que ves formados en el patio! ¡Como puedes observar, las cuarenta esclavas llevan la dote reclamada por el sultán como precio de su hija! ¡Te ruego, pues, que, antes de preparar la comida, me prestes el servicio de acompañar al cortejo para presentárselo al sultán!'
Inmediatamente la madre de Aladino hizo salir de la casa por orden a los ochenta esclavos, formándolos en hilera por parejas: una esclava joven precedida de un negro, y así sucesivamente hasta la última pareja. Y cada pareja estaba separada de la anterior por un espacio de diez pies: Y cuando traspuso la puerta la última pareja, la madre de Aladino echó a andar detrás del cortejo. Y Aladino cerró la puerta, seguro del resultado, y fue a su cuarto a esperar tranquilamente el regresó de su madre.
En cuanto salió a la calle la primera pareja comenzaron a aglomerarse los transeúntes; y cuando estuvo completo el cortejo la calle habíase llenado de una muchedumbre inmensa, que prorrumpía en murmullos y exclamaciones. Y acudió todo el zoco para ver el cortejo y admirar un espectáculo, tan magnífico y tan extraordinario. ¡Porque cada pareja era por sí sola una cumplida maravilla; pues su atavío, admirable de gusto y esplendor, su hermosura, compuesta de una belleza blanca de mujer y una belleza negra de negro, un buen aspecto, su continente aventajado, su marcha reposada y cadenciosa, a igual distancia, el resplandor de la bandeja de pedrerías que llevaba a la cabeza cada joven, los destellos lanzados por las joyas engastadas en los cinturones de oro de los negros, las chispas que brotaban de sus gorros de brocado en que balanceábanse airones, todo aquello constituía un espectáculo arrebatador, a ninguno otro parecido, que hacía que ni por un instante dudase el pueblo de que se trataba de la llegada a palacio de algún asombroso hilo de rey o de sultán.
Y en medio de la estupefacción de todo un pueblo, acabó el cortejo por llegar a palacio. Y no bien los guardias y porteros divisaron a la primer pareja, llegaron a tal estado de maravilla que, poseídos de respeto y admiración, se formaron espontáneamente en dos filas para que pasaran. Y su jefe, al ver al primer negro, convencido de que iba a visitar al rey el sultán de los negros en persona, avanzó hacia él y se prosternó y quiso besarle la mano; pero entonces vio la hilera maravillosa que le seguía. Y al mismo tiempo le dijo el primer negro, sonriendo, porque había recibido del efrit las instrucciones necesarias: “¡Yo y todos nosotros no somos más que esclavos del que vendrá cuando llegue el momento- oportuno!”. Y tras de hablar así, franqueó la puerta seguido de la joven que llevaba la bandeja de oro y toda la hilera de parejas armoniosas. Y los ochenta esclavos franquearon el primer patio y fueron a ponerse en fila por orden en el segundo patio, al cual daba el diván de recepción.
En cuanto al sultán, que en aquel momento despachaba los asuntos del reinó, vio en el patio aquel cortejo magnífico, que borraba con su esplendor el brillo de todo lo que él poseía en el palacio, hizo desalojar el diván inmediatamente, y dio orden de recibir a los recién llegados. Y entraron éstos gravemente, de dos en dos, y se alinearon con lentitud, formando una gran media luna ante el trono del sultán. Y cada una de las esclavas jóvenes, ayudada por su compañero negro, deposito en la alfombra la bandeja que llevaba. Luego se prosternaron a la vez los ochenta y besaron la tierra entre las manos del sultán, levantándose en seguida, y todos a una descubrieron con igual diestro ademán las bandejas rebosantes de frutas maravillosas. Y con los brazos cruzados sobre el pecho permanecieron de pie, en actitud del más profundo respeto.
Sólo entonces fue cuando la madre de Aladino, que iba la última, se destacó de la media luna que formaban las parejas alternadas, y después de las prosternaciones y las zalemas de rigor, dijo al rey, que había enmudecido por completo ante aquel espectáculo sin par: “¡Oh rey del tiempo ¡mi hijo Aladino, esclavo tuyo, me envía con la dote que has pedido como precio de Sett Badrú'h-Budur, tu hija honorable! ¡Y me encarga te diga que te equivocaste al apreciar la valía de la princesa, y que todo esto está muy por debajo de sus méritos! Pero cree que le disculparás por ofrecerte tan poco, y que admitirás este insignificante tributo en espera de lo que piensa hacer en lo sucesivo!”