Entonces, después de prosternarse por segunda vez ante el trono y de haber llamado sobre el sultán todas las bendiciones y los favores del Altísimo, la madre de Aladino se puso a cantar cuanto le había sucedido a su hijo desde el día en que oyó a los pregoneros públicos proclamar la orden de que los habitantes se ocultaran en sus casas para dejar paso al cortejo de Sett Badrú'l-Budur. Y no dejó de decirle el estado en que se hallaba Aladino, que hubo de amenazar con matarse si no obtenía a la princesa en matrimonio. Y narró la historia con todos sus detalles, desde el comienzo hasta el fin. Pero no hay utilidad en repetirla. Luego, cuando acabó de hablar, bajó la cabeza. presa de gran confusión, añadiendo: “¡Y yo ¡oh rey del tiempo! no me queda más que suplicar a Tu Alteza que no sea riguroso con la locura de mi hija y me excuse si la ternura de madre me ha impulsado a venir a transmitirte una petición tan singular!”
Cuando el sultán, que había escuchado estas palabras con mucha atención, pues era justo y benévolo, vio que había callado la madre de Aladino, lejos de mostrarse indignado de su demanda, se echó a reír con bondad y le dijo: “¡Oh pobre! ¿y qué traes en ese pañuelo que sostienes pon la cuatro puntas?
Entonces la madre de Aladino desató el pañuelo en silencio, y sin añadir una palabra presentó al sultán la fuente de porcelana en que estaban dispuestas las frutas de pedrería. Y al punto se iluminó todo el diván con su resplandor, mucho más que si estuviese alumbrado con arañas y antorchas. Y el sultán quedó deslumbrado de su claridad y le pasmó su hermosura. Luego cogió la porcelana de manos de la buena mujer y examinó las maravillosas pedrerías, una tras otra, tomándolas entre sus dedos. Y estuvo mucho tiempo mirándolas y tocándolas, en el límite de la admiración. Y acabó por exclamar, encarándose con su gran visir: “¡Por vida de mi cabeza, ¡oh visir mío! que hermoso es todo esto y qué maravillosas son estas frutas! ¿Las viste nunca parecidas u oíste hablar siquiera de la existencia de cosas tan admirables sobre la faz de la tierra? ¿Qué te parece? ¡di!” Y el visir contestó: “¡En verdad ¡oh rey del tiempo! que nunca he visto ni nunca he oído hablar de cosas tan maravillosas! ¡Ciertamente, estas pedrerías son únicas en su especie! ¡Y las joyas más preciosas del armario de nuestro rey no valen, reunidas, tanto como la más pequeña de estas frutas, a mi entender!” Y dijo el rey: “¿No es verdad ¡oh visir mío! que el joven Aladino, que por mediación de su madre me envía un presente tan hermoso, merece, sin duda alguna, mejor que cualquier hijo de rey, que se acoja bien su petición de matrimonio con mi hija Badrú'l-Budur?”
A esta pregunta del rey, la cual estaba lejos de esperarse, al visir se le mudó el color y se le trabó mucho la lengua y se apenó mucho. Porque, desde hacía largo tiempo, le había prometida el sultán que no daría en matrimonio a la princesa a otro que no fuese un hijo que tenía el visir y que ardía de amor por ella desde la niñez. Así es que tras largo rato de perplejidad, de emoción y de silencio, acabó por contestar con voz muy triste: “Si, ¡oh rey del tiempo! ¡Pero Tu Serenidad olvida que has prometido la princesa al hijo de tu esclavo! ¡Sólo te pido, pues, como gracia, ya que tanto te satisface este regalo de un desconocido, que me concedas un plazo de tres meses, al cabo del cual me comprometo a traer yo mismo un presente más hermoso todavía que éste para ofrecérselo de dote a nuestro rey, en nombre de mi hijo!”
Y el rey, que a causa de sus conocimientos en materia de joyas y pedrerías sabía bien que ningún hombre, aunque fuese hijo de rey o de sultán, sería capaz de encontrar un regalo que compitiese de cerca ni de lejos con aquellas maravillas, únicas en su especie, no quiso desairar a su viejo visir rehusándole la gracia que solicitaba, por muy inútil que fuese; y con benevolencia le contestó: “¡Claro está ¡oh visir mío! que te concedo el plazo que pides. ¡Pero has de saber que, si al cabo de esos tres meses nos has encontrado para tu hijo una dote que ofrecer a mi hija que supere o iguale solamente a la dote que me ofrece esta buena mujer en nombre de su hijo Aladino, no podré hacer más por tu hijo, a pesar de tus buenos y leales servicios!” Luego se encaró con la madre de Aladino y le dijo con mucha afabilidad: “¡Oh madre de Aladino! ¡puedes volver con toda alegría y seguridad al lado de tu hijo y decirle que su petición ha sido bien acogida y que mi hija está comprometida con él en adelante! ¡Pero dile que no podrá celebrarse el matrimonio hasta pasados tres meses, para dar tiempo a preparar el equipo de mi hija y hacer el ajuar que corresponde a una princesa de su calidad!”
Y la madre de Aladino, en extremo emocionada, alzó los brazos al cielo e hizo votos por la prosperidad y la dilatación de la vida del sultán y se despidió, para volar llena de alegria a su casa en cuanto salió de palacio. Y no bien entró en ella, Aladino vio su rostro iluminado por la dicha y corrió hacia ella y le preguntó, muy turbado: “Y bien, ¡oh madre! ¿debo vivir o debo morir?” Y la pobre mujer, extenuada de fatiga, comenzó por sentarse en el diván y quitarse el velo del rostro, y dijo: “Te traigo buenas noticias, ¡oh Aladino! ¡La hija del sultán está comprometida contigo para en adelante! ¡Y tu regalo, como ves, ha sido acogido con alegría y contento! ¡Pero hasta dentro de tres meses no podrá celebrarse tu matrimonio con Badrú'l-Badur! ¡Y esta tardanza se debe al gran visir, barba calamitosa, que ha hablado en secreto con el rey y le ha convencido para retardar la ceremonia, no sé por qué razón! Pero ¡inschalah! todo saldrá bien. Y será satisfecho tu deseo por encima de todas las previsiones, ¡oh hijo mío!” Luego añadió: “¡En cuanto a ese gran visir, ¡oh hijo mío! que Alah le maldiga y le reduzca al estado peor! ¡Porque estoy muy preocupada por lo que le haya podido decir al oído al rey! ¡A no ser por el, el matrimonio hubiera tenido lugar, al parecer, hoy o mañana, pues le han entusiasmado al rey las frutas de pedrería del plato de porcelana!”