Cuando escuchó Giafar las palabras del joven, se alegró por sí propio, pero compadecióse del mancebo. Y hubo de pedirle explicaciones más detalladas; pero de súbito un anciano venerable separó a la gente, se acercó muy de prisa a Giafar y, al joven, les saludó; y les dijo: ¡Oh visir! no hagas caso de las palabras de este mozo, pues yo soy el único asesino de la joven, y en mí solo tienes que vengarla.” Pero el joven repuso: “¡Oh visir! este viejo jeique no sabe lo que se dice. Te repito que, yo soy quien la mató, debiendo ser, por tanto, el único, a quien se castigue.”. Entonces el jeique exclamó: “¡Oh hijo mío! todavía eres joven y debes vivir; pero yo, que soy viejo y, estoy cansado del mundo, te serviré de rescate a ti, al visir y a sus primos. Repito que el asesino soy yo, Y conmigo se debe usar de represalias.”
Entonces, Giafar, con el consentimiento del capitán de guardias, se llevó al joven y al anciano, y subió con ellos al aposento del califa. Y le dijo: “¡Oh Emir de los Creyentes! aquí tienes al asesino de la joven.” Y el califa preguntó: “¿En dónde está?” Giafar dijo: “Este joven afirma que es el matador, pero este anciano lo desmiente y asegura que el asesino es él.” Entonces el califa contempló al jeique y al mozo, y les dijo: “¿Cuál de vosotros. dos ha matado a la joven?'' Y el mancebo respondió: “¡Fui yo!” Y el jeique dijo: “¡No; fui yo solo!” El califa, sin preguntar más, dijo a Giafar entonces: “Llévate a los dos y crucifícalos,” Pero Giafar hubo de replicarle: “Si sólo uno es el criminal, castigar al otro constituye una gran injusticia.” Y entonces el joven exclamo: “¡Juro por Aquel que levantó los cielos hasta la altura que están y extendió la tierra en la profundidad que ocupa, que soy el único que asesino a la joven! Oid las pruebas.” Y describió el hallazgo; conocido sólo por el califa, Giafar y. Massrur. Y con esto el califa se convenció de la culpabilidad del joven, y llegando al límite dei asombro, le dijo: “¿Y porqué has cometido esa muerte? ¿Por qué la confiesas antes de que te obliguen a hacerlo a palos? ¿Por qué pides de este modo el castigo?” Entonces dijo el mancebo:
“Sabe, ¡oh Príncipe de los Creyentes! que esa joven era mi esposa, hija de este jeique, que es mi suegro. Me casé siendo ella todavía virgen, y Alah me ha concedido tres hijos varones. Y mi mujer me amó y me sirvió siempre, sin que tuviese yo que motejarla nada reprensible.
Hace dos meses cayó gravemente enferma, y llamé en seguida a los médicos mas sabios, que no tardaron en curarla ¡con ayuda de Alah! Al cabo de un mes empezó a hallarse mejor y quiso ir al baño. Antes, de salir de casa, me dijo:. “Antes de entrar en el hammam, desearía satisfacer un antojo.” Y le pregunté: “¿Qué antojo es ese?” Y me contestó: “Tengo ganas de una manzana para olerla y darle un bocado.” Inmediatamente me fui a la calle a comprar la manzana, aunque me costara un dinar de oro. Y recorrí todas las fruterías, pero en ninguna había manzanas. Y regresé a casa muy triste, sin atreverme a ver a mí mujer, y pasé toda la noche pensando en la manera de lograr una manzana. Al amanecer salí de nuevo de mi casa y recorrí todos los huertos, uno por uno, y árbol por árbol, sin hallar nada. Y he aquí que en el camino me encontré con un jardinero, hombre de edad, al que le consulté sobre lo de las manzanas. Y me dijo: “¡Oh hijo mío! Es una cosa difícil de encontrar, porque ahora no las hay en ninguna parte cómo no sea en Bassra; en el huerto del Comendador de los Creyentes. Y aun allí no te será fácil conseguirlas; pues el jardinero las reserva cuidadosamente para uso del califa.”
Entonces volví junto a mi esposa, contándoselo todo; pero el amor que le profesaba me movió a preparar el viaje. Y salí, y empleé quince días completos, noche y día, para ir a Bassra, y regresar favorecido por la suerte, pues volví al lado de mi esposa con tres manzanas compradas al jardinero del huerto de Bassra por tres dinares.
Entré, pues, muy contento, y se las ofrecí a mi esposa, pero al verlas ni dio muestras de alegría ni las probó, dejándolas, indiferente, a un lado. Observé entonces que durante mi ausencia la calentura se había vuelto a cebar en mi mujer muy violentamente y seguía atormentándola; y estuvo enferma diez días más, durante los cuales no me separé de ella un momento. Pero gracias a Alah; recobró la salud, y entonces pude salir y marchar a mi tienda para comprar y vender.
Pero he aquí que una tarde estaba yo sentado a la vuerta de mi tienda, cuando pasó por allí un negro, que llevaba en la mano una manzana: Y le dije: “¡Eh, buen amigo! ¿de dónde has sacado esa manzana, para que yo pueda comprar otras iguales?” Y el negro se echó a reir, y me contestó: “Me la ha regalado mi amante. He ido a su casa, después de algún tiempo que no la había visto, y la he encontrado enferma, y tenía al lado tres manzanas, y al interrogarla, me ha dicho: “Figúrate, ¡oh querido mío! que el pobre cornudo de mi esposo ha ido a Bassra expresamente a comprármelas, y le han costado tres dinares de oro.” Y en seguida me dio ésta que llevo en la mano.”
Al oir tales palabras del negro, ¡oh Príncipe de los Creyentes! mis ojos vieron que el mundo se obscurecía; cerré la tienda a toda prisa y entré en mi casa, después de haber perdido en el camino toda la razón, por la fuerza explosiva de mi furia. Dirigí una mirada al lecho, y efectivamente, la tercera manzana no estaba ya allí. Y pregunté a mi esposa: “¿En dónde está la otra manzana?” Y me contestó: “No sé que ha sido de ella.” Esto era una comprobación de las palabras del negro. Entonces me abalancé sobre ella, cuchillo en mano, y apoyando en su vientre mis rodillas, la cosí a cuchilladas. Después le corté la cabeza y los miembros, lo metí todo apresuradamente en la banasta, cubriéndolo con el velo y el tapiz, y guardándolo en el cajón, que clavé yo mismo. Y cargué el cajón en mi mula, y en seguida lo arrojé en el Tigris con mis propias manos.
¡Por eso, ¡oh Emir de las Creyentes! te suplico que apresures mi muerte, en castigo a mi crimen, pues me aterra tener que dar cuenta de él el día de
La arrojé al Tigris, como he dicho, y como nadie me vio, pude volver a casa. Y encontré a mi hijo mayor llorando, y aunque estaba seguro de que ignoraba la muerte de su madre, le pregunté: “¿Por qué lloras?” Y él me contestó: “Porque he cogido una de las manzanas que tenía mi madre, y al bajar a jugar con mis hermanos, en la calle, ha pasado un negro muy grande y me la quitó, diciendo: “¿De dónde has sacado esta manzana?” Y le contesté: “Es de mi padre, que se fue y se la trajo a mi madre con otras dos, compradas por tres dinares en Bassra. Porque mi madre está enferma.” Y a pesar de ello, el negro no me la devolvió sino que me dio un golpe y se fue con ella. ¡Y ahora tengo miedo de que la madre me pegue por lo de la manzana!”
Al oir estas palabras del niño, comprendí que el negro había mentido respecto a la hija de mi tío, y por tanto, ¡que yo había matado a mi esposa injustamente!
Entonces empecé a derramar abundantes lágrimas, y entró mi suegro, el venerable jeique que está aquí conmigo. Y le conté la triste historia. Entonces se sentó a mi lado, y se puso a llorar. Y no cesamos de llorar juntos hasta media noche. E hicimos que duraran cinco días las ceremonias fúnebres. Y aun hoy seguimos lamentando esa muerte.