Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: «Es así», si el benjamín de la casa decía, al llegar de la escuela: «Pues yo lo he oído de otro modo», su afirmación era la única fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no había duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era señal de que rompía el alba, por más que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeñasen en decir que era medianoche.
El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: «Puede continuarse», Lo mismo podríamos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allí con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allí, busco un buen trozo de césped y se lo consagro, a él o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allí se están muertitos e impotentes hasta que resucitan, nuevitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y así debieran proceder todas las personas; no tendrían que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el «Noticiero», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros.
Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripción: «Un hombre de buen humor».
Ésta es mi historia.