西语童话:Ladríade(5)

网络资源 Freekaoyan.com/2008-04-17

-Irás a la ciudad hechizada, echarás raíces en ella, gozarás de su vida bulliciosa, de su aire y de su sol. Pero tu vida se acortará, la serie de años que aquí en el campo te estaban destinados, se reducirá a una pequeña fracción. ¡Pobre dríade! ¡Ésta será tu perdición! Vivirás con el alma en un hilo, tus deseos se volverán tempestuosos. El árbol será para ti una cárcel, abandonarás tu envoltura, renunciarás a tu naturaleza, te escaparás para mezclarte con los humanos. Entonces tu vida se reducirá a la mitad de la de una efímera, pues vivirás una sola noche. Tu luz vital se extinguirá, las hojas del árbol se marchitarán y morirán, perdido el verdor para siempre.

Así dijo y la luminosa aparición se esfumó, pero no el anhelo de la dríade, que quedó temblando de expectación, dominada por la fiebre de tantas emociones. «¡Iré a la ciudad de las ciudades! -exclamó-. La vida empieza, crece como la nube, nadie sabe adónde va».

Al amanecer, cuando palideció la luna, y las nubes se tiñeron de grana, sonó la hora de la realización y se cumplieron las palabras de la promesa.

Se presentaron unos hombres provistos de palas y palancas. Cavaron hasta muy hondo, en torno a las raíces del árbol; se adelantó un carro tirado por caballos, levantaron el árbol con sus raíces y la tierra que las sujetaba y, después de envolverlas con esteras de juncos a modo de caliente saco de viaje, lo cargaron en el vehículo. Lo ataron sólidamente y emprendieron el viaje a París, la noble capital de Francia, la ciudad de las ciudades, donde el árbol debía crecer y medrar.

Las ramas y las hojas del castaño temblaron al ponerse el carro en movimiento; la dríade tembló a su vez de ardiente impaciencia.

-¡Adelante, adelante! -decía a cada latido ¡Adelante! ¡adelante!- sonaba en palabras aladas y vibrantes.

La dríade ni se acordó de decir adiós a la tierra natal, a las ondeantes hierbas y a las candorosas margaritas que la habían mirado desde el nivel del suelo como a una gran dama del jardín de Nuestro Señor, como a una princesita que jugaba a pastora en el campo.

El castaño yacía en el carro, saludando con las ramas. Si quería decir «adiós» o «adelante», la dríade lo ignoraba; soñaba tan sólo en las maravillosas novedades, tan conocidas sin embargo, que iban a desplegarse ante ella. Ningún corazón infantil, inocente y alegre, ninguna sangre ansiosa de placeres había emprendido el viaje a Paris con tal exaltación.

Su «¡adiós!» fue un «¡adelante, adelante!».

Giraban las ruedas. La lejanía se aproximaba y pasaba, cambiaba el paisaje como las nubes; aparecían nuevos viñedos, bosques, pueblos, torres y jardines; se acercaban, desaparecían. El castaño seguía avanzando, y la dríade con él. Se sucedían las estruendosas locomotoras y se cruzaban, enviando al aire nubes de humo que hablaban de París, de dónde venían y adónde se dirigía la dríade.

En derredor todos sabían o adivinaban su punto de destino; cada árbol del camino parecía extender hacia ella sus ramas, rogándole: «¡Llévame contigo, llévame contigo!». En cada uno moraba también una dríade anhelante.

¡Qué cambio! ¡Qué viaje! Parecía como si del suelo brotaran las casas, cada vez más numerosas y más espesas. Se levantaban las chimeneas como tiestos de flores, superpuestas o alineadas en los tejados; grandes letreros con letras gigantescas y figuras multicolores, que cubrían las paredes desde el zócalo a la cornisa, destacaban brillantes y luminosas.

-¿Dónde empieza París? ¿Cuándo llegaré? -se preguntaba la dríade. El hormiguero humano aumentaba, crecían el ruido y el ajetreo, se sucedían los carruajes, peatones seguían a jinetes, y en torno se alineaban las tiendas y todo era música, canto, griterío y discursos.

La dríade, en el interior de su árbol, se encontraba en el centro de París.

El grande y pesado carro se detuvo en una plaza plantada de otros árboles y rodeada de altas casas que tenían balcones en vez de ventanas. La gente miraba desde ellos al joven castaño verde que acababa de llegar y que iba a ser plantado en el lugar del árbol muerto y arrancado, yacente en el suelo. Los transeúntes se paraban en la plaza a mirar con gozosa sonrisa el hermoso presagio de la primavera. Los árboles de más edad, cubiertos aún de yemas, saludaban con el murmullo de sus ramas: «¡Bienvenido, bienvenido!». Y el surtidor proyectaba al aire sus chorros de agua, que, al caer en la ancha pila, enviaban sus gotas al árbol recién venido, como para saludar su llegada invitándolo a un refresco.


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    本站小编 Free壹佰分学习网 2022-09-19